
Creencias del aldeano vanidoso
La utopía de Nuestra América de José Martí
Al final de una breve e intensa vida hecha de apasionada militancia, prisión, destierro, acción y combates en el terreno, un luchador por la independencia de su país muere en el campo de batalla. Se levantan luego monumentos a su memoria, se bautizan avenidas con su nombre; los manuales escolares de historia patria glosan sus proclamas y hazañas; su biografía se transforma en hagiografía; su palpitación vital se fija en el gesto hierático del mármol y del bronce.
Este proceso de inmortalización no es privilegio de una nación o de un héroe determinado. Cada país de América Latina tiene el suyo: Padre de la Patria, Libertador, Apóstol, Prócer, personajes glorificados y exaltados como parte de un patrimonio que se esgrime con orgullo para marcar con nitidez fronteras y diferencias.
Junto al panteón de héroes nacionales, se levanta el Olimpo de escritores y poetas consagrados, pensadores y filósofos que han escrito o han reflexionado sobre el destino de sus respectivos países. Combinan prosa literaria y filosófica, en géneros tan variados como el panfleto, el periodismo o la obra de vocación retórica o didáctica. Sus páginas se antologan, sus poemas se recitan; sus libros se editan en la colección de Clásicos Nacionales y los programas de enseñanza los incluyen como obligada lectura. Integran un Parnaso que rivaliza con el de los estados vecinos y su literatura o su pensamiento se estudia desde la perspectiva de una tradición y una historia enmarcada en los límites del país en que han nacido.
Son pocos, libertadores o escritores, los que desbordan esta fragmentada parcelación latinoamericana y adquieren una dimensión continental y, menos aún todavía, los capaces de aunar las virtudes de héroe nacional con las de hombre de letras de proyección internacional. José Martí es uno de ellos, raro ejemplo de combatiente y de intelectual, de hombre de acción que consagra su vida a la independencia de Cuba bajo el lema de “la mejor manera de decir es hacer”, al mismo tiempo que es precursor, según unos o pionero, iniciador o fundador del Modernismo según otros, en todo caso figura señera de las letras hispanoamericanas.
Ante este Martí, “iniciador de una revolución política” e “iniciador de una revolución literaria” —como lo caracterizó Pedro Henríquez Ureña— se plantean numerosas interrogantes. Por lo pronto, ¿cómo conciliar en una misma persona al adolescente condenado a trabajos forzados en la Isla de Pinos, al desterrado a España en dos ocasiones, al fundador del Partido Revolucionario Cubano en 1892, al autor del Manifiesto de Montecristi (25 de enero de 1895) y al soldado que cae abatido con las armas en la mano el 19 de mayo de 1895 en Dos Rios; como conciliar este combatiente con el poeta de Ismaelillo (1882), de los Versos sencillos (1891) y de los Versos libres, reunidos póstumamente en libro (1913), con el delicado autor de La Edad de Oro (1889), ese libro escrito para que “los niños americanos sepan cómo se vivía antes, y se vive hoy en América”?
No han faltado respuestas a esta agónica división entre aspectos tan antinómicos de la existencia de José Martí. “Su vida atormentada no le permitió la concentración y la quietud necesaria para escribir obras de gran aliento, y la mayor parte de su producción tuvo que ser periodística y de ocasión”, se lamenta Federico de Onís, sentimiento que comparte Alfonso Reyes cuando afirma “gran parte de su obra y de su vida misma, fueron sacrificadas a su apostolado de libertad”.
Sin embargo, Max Henríquez Ureña no tiene dudas: “De principio a fin, su obra literaria forma estrecha amalgama con su actividad política”, por lo cual reafirma: “¿Cómo separar en Martí vida y obra, si rara es la página suya que no tiene íntima relación con algún hecho de su vida excelsa?”. Félix Lizaso en su biografía Martí, místico del deber, lo inscribe en un devenir vital del que ha sido prisionero: “Toda vida humana tiene, por lo menos, dos biografías paralelas: una física, regida por los hechos y las circunstancias; otra interior, que a veces se desenvuelve a contrapelo de las mismas realidades exteriores. Y aún cabe otra interpretación de la vida, fundada en la frustración del hombre que se quiso ser y no se fue”, aunque —aclara— en Martí la acción y el pensamiento, la “música y la razón”, se fundieron en perfecta armonía. En resumen, “si marginó un poco su vida intelectual para seguir el rumbo de su ideal, es porque así lo quiso, así lo prefirió”.
Jorge Mañach, autor de una entrañable biografía —Martí, el apóstol— ahonda en la posible tercera interpretación esbozada por Lizaso: considera que el intelectual, el artista se ha sacrificado en aras del hombre político, hombre dividido entre una frustración y un deber, cuyas “potencias reprimidas” no habrían tenido ocasión de expresarse por los imperativos de la urgencia y la inmediatez de la acción. Juan Marinello que ha consagrado numerosos ensayos a su obra y se pregunta si “¿habría tiempo, en una vida así, para dirigir revoluciones literarias?”, trasciende la figura escindida, para resolver el conflicto entre el apóstol (la conciencia) y el genio (la divina inconsciencia), tensión entendida como síntesis entre racionalidad e irracionalidad, como capacidad de adecuar la obra del escritor, orador y poeta a la realización práctica de un ideal proyectado como utopía, tal vez por aquello de que “todo lo que cumple ampliamente con su tiempo lleva en sí una partícula de eternidad” (Raúl Roa).
Pero nadie como María Zambrano, lectora de los Diarios de Martí que Fina García Marruz y Cintio Vitier le hacen llegar durante su exilio cubano, sintetiza de un modo más transparente el doble culto martiano del héroe nacional y el escritor: “Nacido poeta, tuvo que ser hombre de acción”, nos dice, ya que esta “es la forma de ser habitante del planeta, de vivir un destino humano sobre la tierra. Y esto para dejar una Casa hecha para los otros, para todos”. Una proyección dual que Gabriela Mistral, entusiasta admiradora de su prosa ("Hemisferios de agradecimiento son para mí la literatura y la vida de José Martí”, había escrito sobre un autor que consideraba una “mina sin acabamiento”) resumió, casi metafóricamente: “No sabemos bien si su escritura es su vida puesta en renglones o si su vida es su escritura enderezada”.
En todo caso, si su vida es breve —tiene 42 años cuando muere en combate—, sus obras completas ocupan 27 volúmenes, conjunto heterogéneo de artículos periodísticos, conferencias, un copioso y significativo epistolario, Diarios que fueran —al decir de Ezequiel Martínez Estrada—un auténtico “cuadro de operaciones” e “itinerario emocional”, poemarios, obras teatrales, una novela (Amistad funesta, 1885), escritos de ocasión, fragmentos, notas y los llamados “cuadernos de apuntes” donde se esbozan los proyectos de los libros que no llegó a escribir y se reflejan sus inquietudes literarias. En esta totalidad dispersa, pero no por ello menos coherente, se define una “estética de la sinceridad” basada en un principio formulado con énfasis a propósito de Versos libres, pero válido para el conjunto de su creación: “No zurcí de éste y aquel, sino sajé en mí mismo. Van escritos, no en tinta de academia, sino en mi propia sangre”. Sin embargo, “aunque defienda su propia sangre”, considera que la obra americana debe nutrirse de “todos los frutos”.
Martí, el universalista enraizado
Es este José Martí, el universalista enraizado, el que nos interesa en el marco del Simposio internacional consagrado a la trascendencia cultural de su obra que nos reúne hoy en Praga. Nos interesa el patriota que lucha en el terreno por la independencia de Cuba, inmerso y comprometido en su circunstancia histórica, al mismo tiempo que conjura los riesgos del nacionalismo, cortando de raíz, de “un solo tajo conceptual, los graves peligros del cerco nacionalista”. El Martí que, armas o pluma en ristre, predica con el ejemplo que “lo cercano debe comunicarse con el torrente universal”, un pensamiento que, aún reflejando “la inmensa impaciencia americana” que lo acosa, preconiza “injertar en nuestra repúblicas el mundo, pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas” , El Martí polifacético y abierto, deseoso de utilizar lo lejano con esa “voraz asimilación del mundo” de que ha hablado Roberto Fernández Retamar, que afirma convencido que “conocer diversas literaturas es el medio mejor de libertarse de la tiranía de algunas de ellas”, al mismo tiempo que “convida” a que las letras “vengan a andar la vía patriótica de brazo de la historia”.
Es en el famoso —y tantas veces citado y reproducido— ensayo Nuestra América, publicado por primera el 30 de enero de 1891 en El Partido Liberal de México, donde Martí concreta en forma de auténtico manifiesto su ideario. En este breve texto transformado con el tiempo en desiderata utópica y emblemático programa del americanismo literario y político, se plantea abiertamente la necesidad de superar la visión aldeana que “da por bueno el orden universal” para abocarse al “estudio oportuno y la unión tácita y urgente del alma continental”
No nos interesa aquí analizar una vez más el texto de Nuestra América. Otros lo han hecho con solvencia y conocimiento. Lo que nos interesa es analizar los factores, gracias a los cuales Martí trasciende el insularismo de la lucha independista cubana en que está empeñado desde su adolescencia para denunciar los riesgos del localismo, resumido en la afirmación inicial de su ensayo: “Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea”, rechazo que le permite asumir desde temprana edad un universalismo enraizado en lo más profundo de la realidad americana.
Tres factores de su propia vida resultan claves para explicar esta feliz síntesis en una sola personalidad del luchador en el terreno con el visionario continental, del político en acción y el ensayista reflexivo, pero sobre todo para explicar esa apertura universalista que trasciende las “trincheras de piedra” del espíritu: 1) El periodismo que ejerce por apasionada convicción y por necesidad económica, donde aborda temas de toda índole; 2) La creación literaria, tanto poética como crítica, concebida en una dimensión cosmopolita y abierta; y 3) Finalmente, los destierros y residencias sucesivas en España, México (1875-1877), Guatemala, Venezuela (1881) y Estados Unidos (1880-1895) que le otorgan una cultura, una sensibilidad y una visión que rebasa las del “aldeano deslumbrado” al que tanto teme, para “injertar” el mundo en las repúblicas americanas.
Nuestro ensayo se centrará en estos tres aspectos vitales de su obra.
1) El periodismo, “trabajo de pan ganar”.
José Martí, como buena parte de los hombres públicos de su siglo, se vio forzado a ejercer el periodismo como “trabajo de pan ganar, para el que la honradez da fuerzas”, según confesaba. Estuvo dividido ambiguamente entre el amor y el rechazo por una profesión que le impedía profundizar en los temas, aunque le abría cotidianas perspectivas. “Amo el periódico como misión, y lo repelo como disturbio”, sostiene en una oportunidad, para exclamar en otra: “¡Qué mayor tormento que sentirse capaz de lo grandioso y vivir obligado a lo pueril!”.
En realidad, Martí adquiere desde muy joven un oficio que debía servirle, tanto para rellenar a último momento el hueco de una página, como para recortar con habilidad un texto demasiado largo, oficio y entusiasmo que lo conducen a proyectar y fundar revistas a lo largo de su vida, desde La Patria Libre cuando apenas tiene dieciséis años (en unión con su maestro Rafael María Mendive), la Revista Guatemalteca que debía ver la luz en abril de 1978 y para la cual prepara un auténtico manifiesto, la Revista Venezolana (1881)de la que se publican dos números y la famosa La Edad de Oro (1889), consagrada a los niños (“Para los niños trabajamos, porque los niños son los que saben querer, porque los niños son la esperanza del mundo”, afirma en el preámbulo) y donde la versatilidad del estilo martiano culmina. Esta sustitución de una literatura libresca por una periodística, “atenta a la vibración del instante”, resulta para Martí –según Fina García Marruz— “la nueva poesía moderna, la épica nueva y el taller formidable”
Más allá de la dispersión propia del género, sus artículos periodísticos sobre los temas más diversos forman un corpus textual unívoco, regido por una visión clara de la función del periodismo. “Hoy se necesita acercar más el periódico a la vida real, si se quiere hacer un diario bueno”, sostiene. Aunque Federico de Onís lamenta que la obra de Martí sea en buena parte “periodística y de ocasión”, Pedro Henríquez Ureña no ve “nada desdeñable” en ella, ya que “hasta en las meras notas informativas hay pensamiento original, calor de emoción, invención de estilo”, ya que —añade— “Martí levantaba hasta su propia altura todos los temas”. Son esas crónicas las que hacen en realidad su obra.
Aunque el periodismo lo acompaña toda la vida, como obligado modus vivendi, es durante su período neoyorquino —entre 1880 y 1895— donde en el ejercicio cotidiano del comentario o la noticia, plasma su visión latinoamericana. Resulta clave la experiencia que vive en la cobertura periodística para La Nación de Buenos Aires del Congreso Panamericano de Washington, entre 1889 y 1890, donde se hacen evidentes los caracteres más hirientes del naciente imperialismo de los Estados Unidos. Como ha destacado Camila Henríquez Ureña en un ensayo consagrado a “Martí, el periodista”, es en ese momento en que “vemos surgir el escritor de visión americana total, con un claro sentido del porvenir de América. Desde entonces será éste, en su obra, tema esencial”.
Una lectura comparada de los artículos que bajo el título genérico de “El Congreso de Washington” envía a partir del 28 de septiembre de 1889 hasta el 5 de mayo de 1890, permite identificar en el material informativo de las crónicas las que serán “ideas fuerza” de Nuestra América. Por lo pronto, la toma de conciencia de “las dos nacionalidades de América en su historia” que ya anota en su crónica del 2 de noviembre de 1989; la del imperialismo naciente de Estados Unidos, “alcaide ejecutor de todos los pueblos de Centro y Sur América”; la división y el recelo proverbial entre los países latinoamericanos que se contrapone a la generosa afirmación de Sáenz Peña: “Sea la América para la humanidad”; el germen de una América unida, gracias a la habilidad del delegado argentino Quintana; la excepción chilena.
La serie de crónicas sobre el Congreso que mantienen, incluso hoy en día, un apasionante interés, eran leídas en Buenos Aires en tertulias y cenáculos. “Sus correspondencias a La Nación —cuenta Jorge Mañach—eran un blanco constante de alusiones y un foco de influencias literarias. En las tertulias modernistas de Buenos Aires, Rubén Darío leía en alta voz muchas de aquellas “espesas inundaciones de tinta”.
2) El “crítico creador” abierto al mundo.
Martí —como dijera gráficamente Gabriela Mistral— “mascó y comió del tuétano de buey de los clásicos”. Con ese “alimento formador de la entraña”, hecho de literatura griega, romana, española y —según confesara él mismo— la francesa y la inglesa y, a través de traducciones, la eslava y germana, comprende que “las fronteras del espíritu” no pueden limitarse a ser las de “nuestro lenguaje”. ya que “conocer diversas literaturas es el medio mejor de libertarse de la tiranía de algunas de ellas”. Familiarizado con la Biblia durante su prisión en la Isla de Pinos (hay quien reconoce en su estilo oratorio el de los “profetas”, especialmente Isaías), Martí fue toda su vida ese voraz lector que preconizaba sin desdeñar en ningún momento la literatura española, especialmente Quevedo —aquel que “ahondó tanto en lo que venía, que los que hoy vivimos con su lenguaje hablamos”— y San Juan de la Cruz. Como traductor, aún guiado por razones económicas, propició con ese mismo entusiasmo la difusión de obras francesas e inglesas.
En la crítica que el propio Martí llamó “ejercicios del criterio” y que practicó al modo de su respetado Oscar Wilde, es decir como “crítico creador”, se percibe esta apertura a movimientos e ideas. Sin embargo, más allá del entusiasmo por la revolución estética en ciernes de la que el simbolismo francés era buena muestra y el modernismo sería su prueba, recomienda no imitar, no beber “por novelería o pobreza de invención o dependencia intelectual, cuanta teoría, autóctona o traducida, sale al mercado ahito”.
Martí, como luego sostendrá José Enrique Rodó frente al modernismo y al propio Rubén Darío, no acepta encerrarse en “la hermética Bastilla del subjetivismo” y denuncia “la poesía nula, y de desgano falso e innecesario, con que los orífices del verso parisiense entretuvieron estos últimos años el vacío ideal de su época transitoria”. Recuerda, por otra parte, que “no será escritor sino aquel que refleje en sí las condiciones múltiples y confusas de esta época… No hay letras, que son expresión, hasta que no haya esencia que expresar en ellas. Ni habrá literatura hispanoamericana, hasta que no haya Hispanoamérica”. Por ello, precisa: “lamentémonos ahora de que la gran obra nos falte, no porque nos falte ella, sino porque ésa es señal de que nos falta aún el pueblo magno de que ha de ser reflejo”, aunque doce años después —en 1893— reconoce que “en América está ya en flor la gente nueva, que pide peso a la prosa y condición al verso, y quiere trabajo y realidad en la política y en la literatura”.
Martí está confiado en que aunque “las levitas son todavía de Francia, el pensamiento empieza a ser de América. Los oradores empiezan a ser sobrios, la prosa se carga de ideas, las academias discuten temas viables”. Cree percibir “un alma nueva, ya creadora y artística, que, en el horno de su primer siglo libre, ha fundido en la misma generación la pujanza ingenua de las tierras primerizas y la elegante pericia de las civilizaciones acendradas”. “Lo hinchado cansó”, añade, y pese a que se empezó por el “rebusco imitado”, la elegancia suelta y concisa se manifiesta en una prosa criolla y directa.
Aquí —una vez más—Martí se maneja en el difícil equilibrio de recomendar al escritor que refleje, por un lado, “las condiciones múltiples y confusas” de su época, mientras por otro, insiste en que no es poeta “el que pone en verso la política o la sociología”, ya que “a la poesía, que es arte, no vale disculparla con que es patriótica o filosófica, sino que ha de resistir como el bronce y vibrar como la porcelana”. El autor de Ismaelillo considera, en feliz fórmula sintética, que “toda rebelión de forma arrastra una rebelión de esencia” .
3) Las lecciones americanas y univesalistas del exilio.
A los dieciocho años, en 1871, Martí sale de la prisión donde pasara dos años deportado para España, donde permanecerá hasta fines de 1874. En Madrid y Zaragoza (donde cursa Derecho, se enamora y dedica a Aragón un poema que es prácticamente una letra de jota: “Para Aragón, en España, /tengo yo en mi corazón/ un lugar todo Aragón/ franco, fiero, fiel, sin saña”) toma contacto, no solo con la literatura y la cultura española, sino con el agitado proceso político del momento que culmina con la proclamación de la primera república. Este acontecimiento le inspira la redacción de un opúsculo —La República Española ante la Revolución Cubana (1873)—que será clave en el desarrollo de su pensamiento político y de sus relaciones con España. Allí, Martí justifica el derecho a la independencia de Cuba por las mismas razones que España ha proclamado la república: “Y si Cuba proclama su independencia por el mismo derecho que se proclama la República, ¿cómo ha de negar la República a Cuba su derecho de ser libre, que es el mismo que ella usó para serlo? ¿Cómo ha de negarse a sí misma la República?”.
Con sutileza, el poeta Juan Ramón Jiménez, admirador de su prosa literaria, anotará que “Martí era hermano de los españoles contrarios a esa España contraria a Martí”. Es claro que el luchador por la independencia de Cuba —como ha sostenido Gabriela Mistral—hace “el milagro de pelear sin odio”. Sus artículos sobre Calderón (“El centenario de Calderón”), Goya, Quevedo, Zorrilla y otros “poetas contemporáneos” (Campoamor, Echegaray…), su ética de filiación “senequista” fundan una visión dual de España: la colonial y conquistadora, y la que se adivina en la incipiente vida republicana; la clerical y leguleya de “charreteras y togas” y la del campesino, el creador, “hombre natural” por antonomasia.
Años después, Martí reitera este distingo —lo que fueron las “dos Españas”, al decir de Larra— cuando sostiene en el Manifiesto de Montecristi (1895) que “la guerra no es contra el español, que en el seguro de sus hijos y en el acatamiento a la patria que se ganen podrá gozar respetado y aún amado de la libertad que sólo arrollará a los que le salgan, imprevisores, en el camino”.
Por otra parte, al comparar España con Hispanoamérica, y más allá de la acerba condena de la conquista (Martí la llama “desdicha histórica”), comprueba como “la Iberia que había aprendido a mestizarse étnica y culturalmente bajo el dominio musulmán a lo largo de ocho siglos, originó naturalmente el mestizaje de América”. Para Martí la sangre del africano y la de todos los pueblos que se han mezclado en el Nuevo Mundo creando nuevas razas y culturas es una obra esencialmente española. En el discurso pronunciado el 19 de diciembre de 1889 ante la Sociedad Literaria Hispanoamericana, conocido como el de “Madre América”, —un año largo antes de la publicación de Nuestra América y con el que tiene tantos puntos en común— Martí se refiere a esta “tierra híbrida y original, amasada con españoles retaceros y aborígenes torvos y aterrados, más sus salpicaduras de africanos y menceyes”, donde se forja un ser “natural y fecundo”. Es interesante señalar que en este discurso Martí ya señala que “por eso vivimos aquí, orgullosos de nuestra América, para servirla y honrarla. No vivimos, no, como siervos futuros ni como aldeanos deslumbrados, sino con la determinación y la capacidad de contribuir a que se la estime por sus méritos, y se la respete por sus sacrificios”.
Martí considera al proceso del mestizaje como “algo natural”, lo que es parte de su visión del “hombre natural” americano que no es otro que el indio, el negro, el mestizo y el campesino criollo. “¡Manto admirable echó Naturaleza sobre los hombres de América!”, exclama. En esta visión del “hombre natural”, el hombre real que contrapone a “la máscara” con “los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España”, ocupa un lugar relevante el indígena. Gracias a su estadía en México, pero sobre todo en Guatemala donde escribe La riqueza de Guatemala, Martí adquiere conciencia de la importancia del componente indígena en la identidad americana, al punto de afirmar que “la inteligencia americana es un penacho indígena” y que el futuro de la revolución americana deberá basarse en el “ánimo terco y tradicionalista de los indios”.
No se trata solo de una reivindicación étnica o mestiza, sino de una perspectiva cultural que rebasa orígenes o pigmentaciones, ya que —como le sucede a él mismo— se puede “venir de padres de Valencia y madres de Canarias y se siente correr por las venas la sangre enardecida de Tamanaco y Paramaconi y se ve como propia la que vertieron por las breñas del cerro del Calvario, pecho a pecho con los gonzalos de férrea armadura, los desnudos y heroicos caracas”. De todos modos, en Nuestra América, dice Martí, ha de ser orgullo llevar la sangre española del padre con la sangre india de la madre, aunque en su caso los dos hayan sido españoles.
Hoy parece natural aceptar, si no ensalzar, el componente aborigen de la identidad cultural latinoamericana, pero en 1891, cuando Martí publica Nuestra América, ningún proyecto civilizador tiene en cuenta ese aporte. Más bien lo contrario. La antinomia que prima es la de “civilización” y “barbarie” (según el esquema de Sarmiento). Martí, por el contrario, cree que “no hay batalla entre la civilización y la barbarie sino entre la falsa erudición y la naturaleza”. A todo lo más se lo acepta como un elemento decorativo del pasado sobreviviendo, como un anacronismo, en el presente. Sensibilidad por lo indígena que en un cubano resulta aún más llamativa, ya que en el siglo XIX lo nativo son solo vagos recuerdos de un pasado erradicado que se perenniza en “leyendas patrias” y la mitología nacionalista, visión casi arqueológica que el romanticismo ensalza en el movimiento indianista.
Martí —y como solo lo reconocerá el indigenismo varias décadas después—es premonitorio, claro y terminante. “Hasta que no se haga andar al indio no comenzará a andar bien la América” —pregona— aunque en su afirmación de los valores autóctonos, reconoce que la desunión entre los pueblos aborígenes facilitó la conquista española y que el indio sigue “mudo” y da “vueltas alrededor”. Sin embargo, ese indio, “perpetua e impotente crisálida de Hombre”, debe despertar. Hay que “despertar de su espanto a la gran raza dormida”, reitera, alarmado ante quienes acusan a los “infelices indios” de “estorbo enojoso y raza muerta”.
Para esta empresa es importante “devolver al concierto humano interrumpido la voz americana, que se heló en hora triste en la garganta de Netzahualcóyotl y Chilam”. Por ello, Martí reivindica en “Autores americanos aborígenes”(1884) los “clásicos” de la literatura indígena: el Popol Vuh de los Quichés, Chilam Balam, Apu Ollántay,Uska Pánkar y el Güegüence, esa especie de “zarzuela india” nicaragüense. Y concluye, “¡Qué augusta la Iliada de Grecia! ¡Qué brillante la Ilíada indígena!” .
Sin embargo, la verdadera redención del indio solo podrá producirse merced a la enseñanza obligatoria y el trabajo bien retribuido. En un texto clave de su pensamiento amerindio—“La civilización de los indígenas”— Martí reclama la abolición de la “criminal indiferencia” hacia una raza que es todavía una esperanza y sentencia : “Instruida será una grandeza; torpe, es una rémora”, aunque en Nuestra América afirme con tono optimista que “los gobernadores en las repúblicas de indios, aprenden indio”.
Una educación que supone también educar al “blanco” sobre los méritos de la cultura indígena. En La Edad de Oro, consagra varias páginas a las antiguas civilizaciones amerindias. En “Las ruinas indias” destaca como “Ellos imaginaron su gobierno, su religión, su arte, su guerra, su arquitectura, su industria, su poesía. Todo lo suyo es interesante, atrevido, nuevo. Fue una raza artística, inteligente, limpia”.
El optimismo de Martí no es utópico ni ilusorio. El autor de La Edad de Oro ha vivido y conoce bien México, donde el indígena —encarnado en Benito Juárez— es el asiento de una esperanza en marcha. “México forma en Martí un concepto de americanismo patriótico, liberal y mestizo, asentado sobre un indigenismo ético y estético,” ha precisado Andrés Iduarte. Claro está que la utopía no está totalmente ausente de su ideario indigenista. En la obra teatral, Patria y libertad, subtitulada “Drama indio”, más allá de la alegoría patriótica sobre la independencia guatemalteca que escenifica, alude a una asamblea simbólica de los antiguos héroes indígenas como paradigma de una ideal y futura unidad latinoamericana.
Pensar en, desde y para América
Si los diferentes exilio y residencias de Martí contribuyen a brindarle su visión americana e internacional, superando la del “aldeano vanidoso” que “da por bueno el orden universal”, todas ellas son “alrededor” de Cuba, en países cuyas orillas se abren al Mare Nostrum del Caribe, incluido los Estados Unidos. A la excepción de la deportación a España, cuyo carácter imperativo no puede evitar y de la que se evade apenas puede, Martí no se aleja del epicentro de su preocupación prioritaria: la independencia de Cuba.
En 1887, cuando La Nación de Buenos Aires le propone trabajar en la redacción central del periódico, Martí reacciona: “¿Pero cómo ir a Buenos Aires distante, con mi tierra gimiendo a la puerta?”. Es más, se dice: “Como deserción se hubiera podido tomar mi alejamiento”. En realidad, para Martí, la Argentina está demasiado lejos de las Antillas, como para abandonar su papel de “misionero de insurrecciones” en esa “ronda de la isla nativa” que es su vida en ese momento. Nuestra América tiene su centro, el punto de vista desde el cual se proyecta una perspectiva y un horizonte. Los sucesivos círculos concéntricos en que se expande, gracias al periodista, al escritor y al exilado, no olvidan —aunque no la nombren— ese nódulo original. Pero hay más.
Raúl Fornet-Betancourt ha propuesto una lectura de Nuestra América como un manifiesto de inculturación, es decir, como un esfuerzo por explicar América desde sí misma, elevando la realidad compleja a “categoría de materia de ese pensar”. Se piensa en, desde y para América. Recuerda Fornet como Martí rechaza el mal de “la importación excesiva de las ideas y fórmulas ajenas”, es consciente de que “ni el libro europeo, ni el libro yanqui, daban la clave del enigma hispanoamericano” y preconiza que “la universidad europea ha de ceder a la universidad americana”. En este ámbito, “la historia de América, de los incas acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los acontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria”. En resumen “conocer el país, y gobernarlo conforme al conocimiento, es el único modo de librarlo de tiranías”. El optimismo de Martí resalta cuando concluye que “los oradores empiezan a ser sobrios” y de “todos sus peligros se va salvando América”.
Sin embargo —y esto es lo interesante en Martí— esta inculturación no se cierra en forma satisfecha sobre la “aldea”, ni se funda en la “antipatía de aldea” por otras culturas, como la norteamericana (el “pueblo rubio del continente”). Su preocupación trasciende la provincia y todo cerrado nacionalismo. Busca una difícil unidad al preguntarse:
¿Se unirán, en consorcio urgente, esencial y bendito, los pueblos conexos y antiguos de América? ¿Se dividirán, por ambiciones de vientre y celos de villorrio, en nacioncillas desmeduladas, extraviadas, dialécticas?.
Detrás de esta preocupación, auténtico leitmotiv —el aldeano, el villorrio, la vanidad, la antipatía, el deslumbramiento y los celos— Martí busca articular lo particular en lo universal en un abierto proceso de transculturación permanente, asimilación traducida en estímulo provocador, “vivificador” (al decir Enrique José Varona), en aireada comunicación de las raíces con una oxigenada atmósfera exterior, expresión de un intenso “humanismo vital”.
Una aireada comunicación que es hoy más necesaria que nunca.
Por ello —estamos convencidos—que Nuestra América, aún concebida bajo el lema de que “pensar es servir” y no hay que “bordar fantasmas en el cielo”, porque hay que “ser un hombre de su tiempo”, sigue siendo, por sobre todas las cosas, una utopía, https://www.viagrasansordonnancefr.com/ la “utopía de América” que proclamaría Pedro Henríquez Ureña un par de décadas después y de la que José Martí sería su profeta e indiscutible precursor.
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Fernando Aínsa
Zaragoza/ Oliete, octubre 2002
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